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EL VEHÍCULO DEL ALMA

Ioan P. Couliano

Presentamos  una  excelente disertación de Ioan P. Culianu sobre el origen de la doctrina del ochema (“vehículo del alma”), la cual nos ofrece un ramillete de ideas y conceptos astrológico-herméticos y gnósticos  muy interesantes  e importantes, que descubren una dimensión trascendente de la ciencia de los astros poco estudiada y tenida en cuenta por la astrología “oficial” contemporánea.

“«La palabra teoria›› que, en general, relacionamos con una doctrina abstracta, procede del griego theoria [contemplación de los dioses], que, en el vocabulario de los estoicos, designaba la mirada llena de piedad y reverencia que la filosofia dirigía a los astros, a los dioses siderales.”

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Los neoplotinianos que utilizaron la doctrina del vehículo del alma afirmaban que ésta existia ya en los escritos de Platón; pero los pasajes del maestro en los que se apoyaban (Fedón, 113b; Pedro, 247b; Timeo, 41e, 4-le, 69c) no guardaban relación alguna con el cuerpo sutil que reviste el alma.

Con todo, es cierto que, en sus Leyes (898e y ss.), donde se discute la manera en que el alma gobierna el cuerpo, Platón admitía, como simple hipótesis lógica, la existencia de una envoltura ígnea o aérea del alma, intermediaria entre ésta y el cuerpo físico.

Aristóteles adoptaba esta concepción haciendo del pneuma el espíritu de fuego sideral, la morada del alma irracional (De gen. animal., 736b, 27). Esta parte del agregado humano es innata (symphyton), en el sentido de que se transmite en el acto de la procreación (De gen. animal., 659b, 16).

La expresión symphyton pneuma es atribuida por Galeno (Stoic. veterum, Fragm. II, pág. 715 Von Arnim) a todos los estoicos e igualmente a Estratón de Lámpsaco, el segundo director del Liceo después de Aristóteles.

La expresión symphyes hemin pneuma aparece en el doxógrafo Diógenes Laercio (VII, 156), y su traducción latina (consitum spiritum) en el apologeta cristiano Tertuliano (cf. Verbeke, pág. 24).

El mismo Diógenes Laercio atribuye a Epicuro la concepción del alma como «un cuerpo muy sutil» (leptomeres; X, 63) y el adjetivo «sutil›› (leptotaton) es igualmente empleado por los estoicos (cf. Verbeke, págs. 30-31).

Con todo, las antiguas ideas acerca del pneuma sólo constituyen uno de los componentes esenciales de lo que será la doctrina neoplotiniana del vehiculo del alma. El otro componente debe buscarse, por un lado, en la astrología popular hermética, que se desarrolla a partir del siglo Ill a. C. y, por otro, en la doctrina del descenso (katodos) y de la ascensión (anodos) del alma, que se forma en estrecha relación con los medios astrológicos y cristaliza hacia mediados del siglo ll d. C. Durante esta época es cuando las preocupaciones ontológicas del doctor gnóstico Basílides encuentran las del erudito ecléctico Numenio de Apamea y las del autor de los Oráculos Caldeos, ]ulián llamado el Teúrgo, hijo de Julián el Caldeo. También hacia esta época es cuando hay que situar la composición de una parte del Corpus Hermeticum, que no se debe confundir con la vulgata astrológica hermética precristiana. En el Corpus Hermeticum, la doctrina del descenso (Katodos) y de la ascensión (anodos) del hombre primordial, así como del alma individual, desempeña un papel esencial.

La astrología hermética popular constaba de varios libros, en su mayor parte perdidos o conservados únicamente en las traducciones latinas del Renacimiento, que trataban sobre astrología universal, los ciclos cósmicos, la adivinación por el rayo, predicciones para el Año Nuevo, astrología individual y iatrológica, «clerologia›› o tirada de las suertes planetarias (kléroi), melotesia o simpatía entre planetas y la información contenida en el niicrocosmos -base teórica de la iatromatemática o medicina astrológica- y, finalmente, de farmacopea y farmacología astrológicas (cf. W Gundel y H. G. Gundel, /Astrologumena, págs. 15-19). Esta vulgata astronómica proponía un método de adivinación basado en cálculos matemáticos. Como tal, reinterpretaba en clave astronómica técnicas adivinatorias muy antiguas. Los planetas, las casas y los decanatos del zodiaco, los días de la semana planetaria, y también otras ficciones espacio-temporales que formaban parte de la instrumentación conceptual de la astrología, estaban representados como entidades personales, demonios. Además, tanto para los astrólogos como para los platónicos y los estoicos, la contemplación del cielo no era una simple cuestión de búsqueda abstracta preocupada en establecer relaciones entre las respectivas posiciones de los astros errantes, sino que consistía en un acto que implicaba profundamente el propio ser del sujeto. Escrutar el cielo significaba en cierto modo remontarse a su propio origen, admirar la armonía de las revoluciones  siderales (Timeo, 34d y ss.), armonía que también ha sido encerrada en el alma humana. «A mi juicio, para nosotros la vista es la mayor causa de bien, en el sentido de que ninguna palabra de las explicaciones propuestas hoy en día acerca del universo jamás hubiera podido ser pronunciada si no hubiéramos visto los astros, ni el sol, ni el cielo [...]. Gracias a la vista nosotros disponemos de la filosofia, el bien más precioso que el género humano haya recibido y pueda recibir jamás de la munificiencia de los dioses [...].Dios inventó y nos concedió la vista para que, contemplando las revoluciones de la inteligencia en el cielo, las aplicáranios a las revoluciones de nuestro pensamiento que, aunque desordenadas, mantienen una relación con las revoluciones imperturbables del cielo [...]» (Timeo, 47b, trad. de la trad. de E. Chambry). Ésta es la razón por la que la astrología no era una invención humana, sino una revelación uraniana.

Asi es como Nechepso, personaje del primer escrito astrológico popular (siglo Il a. C.) que ha llegado fragmentariamente hasta nosotros (cf. W. Gundel y H. G. Gundel, págs. 27-32), tras una noche entera pasada en la contemplación del cielo, fue interpelado por una voz de arriba y recibió la revelación por medio de una vestidura que descendió y envolvió su cuerpo (ibid., pág. 30). Perspicimus coelum, dirá Manilius, cur non et munera coeli? La palabra «teoria›› que, en general, relacionamos con una doctrina abstracta, procede del griego Theoria [contemplación de los dioses], que, en el vocabulario de los estoicos, designaba la mirada llena de piedad y reverencia que la filosofia dirigía a los astros, a los dioses siderales.

El famoso astrónomo Claudio Ptolomeo (ca. 100-178 d. C.) tiene la sensación de abandonar la tierra y presenciar el festín de los dioses «cuando [su] espíritu sigue el corazón de los astros» (cf. Cumont, Lux perpetua, pág. 305). Vettius Valens, astrólogo de Antioquia del siglo II d. C., promete, al lector piadoso que lea su antología, la relación directa con los dioses siderales y la inmortalidad (VV. Gundel y H. G. Gundel, pág. 218). Exactamente como Vettius, el autor pagano Firmico Materno, que acabará por convertirse en apologeta cristiano (siglo IV), considera que la condición indispensable para descifrar los misterios del cielo es el «corazón puro» (ibid., pág. 229). Este misticismo astral que acompaña a la astrología, ya sea popular o culta, procede de creencias muy antiguas relativas a la apoteosis de los dioses y de héroes y a los catasterismos (transformaciones en astros o constelaciones) de diversos personajes mitológicos o políticos.

Ciertas técnicas adivinatorias que la astrologia utiliza en su provecho no son menos antiguas. Una de éstas consistía en echar las suertes. Según la mitologia grecorromana, los dioses olímpicos se consideran, en general, como responsables de una cierta esfera de la actividad humana: Marte preside la guerra, Venus el amor, Mercurio el comercio y el arte oratorio, etc. Según W. Gundel (Sternglaube, Sternreligion und Sternorakel, pág. 132), los nombres de estas divinidades estaban inscritos en suertes  que se tiraban sobre una superficie dividida en «campos» o porciones a los que se atribuían significados especiales. La disposición de las suertes en los campos -que correspondían a las «casas›› y a los «signos›› zodiacales- se encontraban en un repertorio de todas las configuraciones posibles y, a cada una de las configuraciones del sistema, correspondía un texto que pronunciaba la sentencia oracular.

 Este método fue traspuesto en la astrología adivinatoria popular atribuída a Hermes Trimegisto, de donde fue retomada por la astrología culta. Lejos de constituir una técnica auxiliar, la determinación del locus fortunae tenía una importancia de primer orden, como prueba la historia de un astrólogo egipcio que había predicho que la tyché y el daïmon de César serian más fuertes que los de Antonio (ibid., pág. 134). Una variante de este método de las suertes astrales aparecía ya en Nechepso y Petosiris, mientras que Serapion, Vettius Valens y Firmico Materno discuten acerca de otros. Pero los que explican detalladamente la obtención de los diversos «lugares» sobre el horóscopo son Pablo de Alejandría, en sus Eisagogiká, escritos después del 378 d. C., y su comentador Heliodoro, alumno de Proclo en Atenas, activo entre los años 475 y 509. Pablo de Alejandría toma la doctrina y el método de las suertes (sortes, en griego kléroi) del tratado hermético Panaretos, perteneciente a la astrología popular helenístico-egipcia precristiana (VV. Gundel y H. G. Gundel, págs. 236-239).

Ya hemos mencionado, de paso, la existencia de muchos procedimientos para determinar  los locus fortunae  y los lugares de las «suertes›› de cada planeta. W. Gundel, en su excelente libro Sternglaube, Sternreligion  und Sternorakel, expone dos de ellos con todo detalle. Serán necesarias algunas nociones preliminares de astrología para permitir al lector seguir nuestra exposición. Los 360 grados del circulo que representa el cielo están divididos en doce signos y cada uno de éstos en tres «decanatos›› (10 grados del círculo). Además, la astrología adivinatoria divide el circulo en ocho «campos››, estableciendo ocho puntos sobre la circunferencia (octatopos): el ascendente (horoscopos, ascendens) y su opuesto, el descendiente (dysis, descendens), el cenit o apogeo del sol (mesuranema, medium coelum) y el nadir o hipogeo` del sol (antimesuranema, immum coelum); los otros cuatro puntos están situados a 45 grados con respecto a los cuatro primeros, de tal manera que el circulo queda dividido en ocho sectores de 45 grados cada uno. Los ocho puntos forman dos cuadrados, uno inscrito en el circulo y el otro que lo inscribe. Trazando el contorno de un nuevo cuadrado a partir de los puntos o las diagonales del gran cuadrado que tocan los lados del pequeño, se obtiene el cuadro de las doce casas celestes. El significado fijo de las doce casas queda resumido en estos dos versoslatinos de la Edad Media:

Vita lucrum fratres genitor nati valetudo
Uxor mors pietas regmnn bençfactaque carter.
Boll-Bezold-Gundel, Storia dell'astrol., págs. 88-89

Éste es el método de las «casas fijas», en las que se sitúan los signos del zodiaco según el horóscopo del momento. El otro método consiste en situar los doce signos zodiacales en los doce campos (“signos fijos”), lo cual da una disposición similar a la de las casas.

Probablemente el método elemental para tirar las suertes se practicaba sobre una mesa cuadrada con los signos fijos, o bien sobre una mesa circular que por encima contenía los treinta y seis decanatos. Las suertes no eran más que ocho figuras que representaban las “suertes” de los siete planetas de la Antigüedad, a los que se añadía el ascendente (horoscopos). El lugar de la suerte del sol establece el agathos daimon, el buen carácter del sujeto; el de la luna el agathé tyché, la buena suerte; el  de júpiter  la posición social; el de Mercurio las disposiciones naturales; el de Venus el amor; el de Marte el coraje y los riesgos y el de Saturno la fatalidad (nemesis) (W.'Gundel, Sterngalube, págs. 132-133).

El método expuesto por Pablo de Alejandría y Heliodoro sustituye el de tirar las suertes por un cálculo astronómico bastante simple. El locus fortunae viene determinado por las posiciones del sol, la luna y el ascendente en el horóscopo natal («carta de la genitura››). En caso de un nacimiento diurno, se procede a una deducción del número de signos y de grados de la luna del mismo número relativo al sol. La operación es inversa en el caso de un nacimiento nocturno. El número de signos y de grados obtenidos de este modo es deducido del ascendente, que da el klerós o locus fortunae. Las suertes de otros planetas se obtienen por una simple deducción del número que expresa en grados la posición del astro respectivo del ascendente (ilbid., pág. 134). Heliodoro precisa, en el orden siguiente, cuál será la esfera de actividad sobre la que cada suerte ejercerá su influencia:

-La luna determina todo lo que concierne al cuerpo humano; el sol determina el «carácter personal» de cada uno, tanto la «imagen›› del destino humano, como también la posibilidad de ejercer el libre albedrío; de júpiter dependen el rango y la gloria del sujeto; Mercurio determina las cualidades de la inteligencia y las capacidades expresivas del sujeto; Venus reina sobre la esfera del amor; Marte sobre la de la agresividad; Saturno reina sobre la fatalidad (ibid., págs. 132-133). El orden de las suertes planetarias que nos ofrecen Pablo de Alejandria y su comentador resultará de particular importancia (Júpiter, Mercurio, Venus, Marte y Saturno). Con una simple inversión de lugar entre Mercurio y Venus, volvemos a encontrar el mismo orden en un ostrakon demótico del siglo l d. C. y en las Apotelesmata del seudo Manetón, cuyo autor, nacido en realidad en mayo del año 80 d. C., debió de ejercer su actividad bajo el reinado del emperador Adriano (117-138 d. C.; cf. W Gundel y H. G. Gundel, págs. 160-163). Según estos autores esta disposición de los planetas se remonta a un orden egipcio que encontramos en los monumentos de la XIX.” y XX.' dinastía (ibid., pág. 163). Hacia el siglo IV d. C., el orden Saturno, Mercurio, Venus y Júpiter reaparece en el escrito gnóstico Pistis Sophia (IV, CXXXVI, págs. 234, 24 y ss. Schmidt). Lo volveremos a encontrar (en Servio) en las páginas, siguientes. Es muy probable que, hacia finales del siglo I d. C., Plutarco de Queronea lo haya encontrado y utilizado en la doctrina bastante original de los «colores del alma» desencarnada, ante el tribunal de los dioses (cf. Culianu, Iter in silvis, vol. I, págs. 69-71).

Durante el mismo período los gnósticos y los herméticos, autores anónimos del Corpus Hermeticum, adaptaban la doctrina astrológica de las suertes al espíritu de su pensamiento. El gnosticismo se caracteriza por su acosmismo antropológico y por su anticosmismo: el hombre es una criatura arrojada al mundo maléfico que es el mundo natural. Sin embargo, por su origen, el hombre sobrepasa el del lugar maléfico donde está aprisionado, pues contiene en si mismo una chispa pneumática que procede de la auténtica transcendencia. Esto significa que existe también una transcendencia «falsa››: la del demiurgo malvado de este mundo y de sus ayudantes o «príncipes›› (arcontes). La gnosis en sí misma constituye el conocimiento teórico y práctico del origen del hombre y del ascenso, a través de los muros del campo de concentración cósmico, custodiados por los arcontes, hasta el padre que reside más allá de lo visible. El hermetismo, que muestra una actitud oscilante respecto al cosmos, reproduce a menudo los principios dualistas del gnosticismo.

En la orientación nihilista de su voluntad de invertir los valores de la filosofia griega, los gnósticos, que estaban al corriente de la astrología greco-egipcia, retuvieron de ésta la idea de que los planetas, según sus posiciones respectivas en el horóscopo, pueden ejercer una influencia negativa sobre la suerte humana. Es probablemente en los círculos gnósticos egipcios donde la vieja idea del descenso del alma del cielo se combina con un esquema cosmológico de origen griego. Por supuesto, la selección cultural exige que el fundamento nihilista del gnosticismo esté presente en la atribución a los planetas de efectos únicamente negativos.

Que los arcontes gnósticos son divinidades planetarias, hay muchos textos que lo confirman. Ireneo de Lyon lo dice expresamente cuando se refiere a los ofitas: sanctam autem Hebdomadem septem stellas, quas dicunt planetas, esse volunt (Adu Haer., I, 30, 9). Los amos del mal son concebidos como personajes reales, provistos de nombres, con cuerpos terimorfos: de león, de asno, de hiena, de dragón, de mono, de perro, ,de oso, de toro, de águila, etc. (cf. M. Tardieu, 'Trois Mythes gnostiques, págs. 61-69). Estas representaciones proceden, muy probablemente, de la interpretación de la propia astrología hermética, en la que todas las convenciones espaciales estaban personificadas. La palabra «zodíaco›› (zodiakos) significa, por lo demás,«círculo de animales», pues la mitad de los signos poseen una forma animal: morueco, toro, cangrejo de mar, león, escorpión y un animal fantástico, el capricornio (mitad cabra, mitad pez). Estas entidades se concebían como vivas y provistas de una existencia autónoma. Podían ser invocadas mediante ritos mágicos, tal y como los astros en general, especialmente la luna (cf. S. Lunais, Recherches sur la Lune, I, págs. 221-223).

A los siete arcontes gnósticos corresponde una hebdómada de vicios. El alma del gnóstico, en su ascensión póstuma hacia el padre, encuentra precisamente en su camino a estos terribles aduaneros, a los que debe ablandar por medio de contraseñas y de amuletos. Es probable que estos aduaneros celestes no se contentaran con esto y, en ciertos casos, se consideraba que retenían el alma en la que encontraban el vicio que ellos mismos representaban.

Otro texto del gnosticismo popular, el Pistis Sophia, nos aporta más precisiones acerca del proceso de cosmización y decosmización del alma. El capítulo CXXXI de este escrito copto publicado por C. Schmidt explica cómo los arcontes, recibiendo el pneuma luminoso que desciende, lo corrompen «situando cada uno su parte en el alma». El mismo capítulo precisa que los cinco arcontes son los espíritus encargados de los planetas, a los que se añaden, cuando tiene lugar la formación de este revestimiento negativo del alma (antimimon pneuma), las influencias del sol y de la luna: «Y los arcontes sitúan el antimimon pneuma en el exterior del alma [.. .], lo atan al alma con sus sellos [sphragides] y sus vínculos y lo sellan [sphragizein] sobre el alma, de manera que empuja al alma a perseguir constantemente estas pasiones y sus injusticias [.. .]››. Puesto que en el capitulo CXXXVI de Pistis Sophia el orden de los planetas es el mismo que aparece en la exposición de la doctrina de las «suertes›› del tratado Panaretos, podemos concluir que la idea de atribuir a los arcontes planetarios la facultad de depositar vicios en el alma no era otra cosa que la versión mitológica de la cleromancia astrológica. Tanto más cuanto que un texto más tardío, perteneciente a Servio, el comentador de Virgilio, nos ofrece una prueba irrefutable que apoya nuestra tesis: quum descendunt animae...«en su descenso, las almas reciben de Saturno la torpeza, de Marte la violencia, de Venus la lujuria, de Mercurio la avidez material, de Júpiter el deseo de poder» (Ad. Aen., VI, 714). Una doctrina similar, que sin embargo no implica el proceso de cosmización del alma, es expuesta por Servio en otro pasaje de su comentario a la Eneida, donde el orden de los planetas es el de los días de la semana astrológica (Ad. Aen., Xl, 51). En la primera parte de este último pasaje, Servio no hace más que exponer el principio de la cleromancia astrológica: la luna determina las cualidades del cuerpo, Marte la sangre, Mercurio el intelecto, Júpiter el rango, Venus el deseo, 'Saturno el humor. Según su conclusión, «los difuntos se liberan de todo esto' en las [esferas] singulares [de los planetas]››, que constituye una alusión a la ascensión del alma, en un contexto bastante impropio puesto que el orden de los dias de la semana no corresponde con el orden de los planetas en el universo. Pero, desde el momento en que se trataba de la misma teoria cleromántica que había servido como base a la elaboración de la idea de descenso y ascenso del alma a través de las esferas planetarias, cabe suponer que Servio mezclaba conscientemente causa y efectos. En el gnosticismo popular se inspira el doctor alejandrino Basílides, un cristiano muy erudito del siglo ll, influido por el cristianismo egipcio, la gnosis vulgar y el platonismo medio. Para Basílides, el pneuma transcendente pertenece al cosmos. Los vicios cósmicos atacan el alma y se incrustan en ella bajo forma de concreciones o «apéndices» (prosartémata), que se corresponden de cerca con el antimimon pneuma del tratado copto Pistis Sophia. Una concepción similar debe de haber sido sostenida por su hijo Isidoro, autor de un tratado Sobre el alma adventicia (cf. W. Bousset, Hautprobleme der Gnosis, pág. 365; sobre Basílides, cf. G. Quispel, Gnostic Studies, II; en general, Culianu, Psychanodia I, Leiden 1983).

 El Corpus Hermeticum no se limita a retomar los postulados gnósticos, sino que añade la descripción de la ascensión del alma, después de la muerte fisica, con el abandono de los vicios respectivos en los sucesivos planetas. El primer y el décimo tratado del Corpus se ocupan igualmente de la cosmización y de la decosmización del hombre primordial, proceso que constituye el modelo del destino de cada alma individual que desciendeal mundo fisico. Tras su incorporación, el individuo lleva en si mismo, de manera absolutamente concreta, la información astral que ha recibido en el momento de su pasaje planetario, bajo la forma del heimarmené o «destino estelar». A. J. Festugière (Hermetisme et mystique païenne, pág. 20) resume la historia de la ensomatosis, descenso en el cuerpo, incorporación del hombre primordial: «Este hombre ideal, en virtud de una caída cuyas peripecias varían de mito a mito, pero cuyo principio es comúnmente el eros, cae en el mundo de la materia, esto es, sobre la tierra. En el curso de su caída, el hombre empieza, en general [...],por revestir un cuerpo astral o pneumático, vehiculo (ochéma) del nous (que no puede estar en contacto directo con la materia), intermediario entre el nous inmaterial y las concreciones cada vez más hyliques que se incrustan en él; después, a medida que atraviesa las siete esferas (donde, entre otros mitos, se encuentran los doce signos del zodiaco), este hombre-nous va revistiéndose, a modo de túnicas, de los vicios de los siete planetas (o de los arcontes que presiden en ellos...); manchado de este modo, se encarna por fin en un cuerpo terrestre y se une a la naturaleza material».

Los capítulos XXV y XXVI del Poimandrés hermético describen la decosmización del alma individual, la deposición de los vicios planetarios cuya suma forma el Heinarmené, la fatalidad astral: «Y de este modo el hombre se lanza entonces hacia lo alto a través del armazón de las esferas, y en la primera zona abandona la potencia de crecer y decrecer, en la segunda las actividades de la malicia, pérfida en adelante sin poder alguno, en la tercera la ilusión del deseo ya sin efecto, en la cuarta la ostentación de poder desprovista de sus ambiciosos objetivos, en la quinta la audacia impía y la temeridad presuntuosa, en la sexta los medios viciosos para adquirir la riqueza, ya sin efecto, en la séptima zona la mentira
que tiende las trampas» (Corp. herm., I, 25, pág. 15; 15-16, 4 Nock-
Festugière, corregido por O. P. Festugière, Révélation d'Hermês Trimégiste, vol. III, págs. 303-304).

El autor del Pimandre, sin dar los nombres de las esferas, adopta en este pasaje el orden «caldeo›› de los planetas (Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, júpiter, Saturno), procedente del cálculo griego de las distancias medias de los «astros errantes» en relación con la Tierra, en razón de las duraciones respectivas de sus revoluciones. Este orden, cuya antigüedad no debe ser menos venerable que la del orden «egipcio» preferido por Platón, se había convertido en clásico para todos los tratados de astrología.

Finalmente, el término ochéma, «vehiculo››, se refiere ya, en un pasaje del segundo tratado del Corpus, al cuerpo pneumático que reviste el alma (X, 13). Sin embargo, ni Plotino ni su discípulo inmediato, Porfirio, dan todavía este nombre al cuerpo astral o cuerpo sutil que envuelve el alma, del que sin embargo conocen la existencia. Serán los neoplatónicos tardíos quienes llegarán a formular la teoría completa del «vehículo del alma », cuya expresión más elaborada se encuentra en los Elementos de Teología de Proclo.