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LA ‘ESTRELLA’ DE NAPOLEÓN, O «EL ÁGUILA VUELA AL SOL», PARTE 1

Por Jean-Michel Angebert

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El 8 de agosto de 1769, o sea, siete días antes del nacimiento de Napoleón, apareció un cometa que fue estudiado en el Observatorio de París por el astrónomo Missier.

La efervescencia que hubo de suscitar se nos antojaría hoy desproporcionada con relación al fenómeno... Hay que precisar, sin embargo, que las «colas de siglo», como las colas de los cometas por lo demás, son siempre fértiles en agitaciones proféticas y la nuestra no escapa (¡ni mucho menos!) a esta regla. ¿Acaso no estamos en la era de Acuario?. El hecho es que aquel famoso cometa era de buen tamaño y anunciaba, por consiguiente (al decir de los astrónomos y de los magos de la época), un trastorno «en gestación»... Se mostraban buenos profetas en aquel caso, puesto que los acontecimientos hubieron de darle la razón, pero a posteriori, como de costumbre en este género de predicción.

Aquellos profetas no eran solamente unos «Casandras», puesto que anunciaban, en el mes de setiembre de 1769 (2) que la cola de dicho cometa, que brillaba con magnífico resplandor, alcanzaba 60 grados de longitud y que se acercaba progresivamente al Sol... como para confundirse con él... El nacimiento de un nuevo Alejandro parecía cosa inminente, si es que no era ya cosa hecha...

Esta «estrella» de Napoleón, que (¡ya!) le ponía en estrecha relación con el astro de nuestros días, había de recordársela a él con tanta más insistencia por cuanto resaltó los episodios destacados de su estancia terrestre...

Napoleón, en este punto (y es notable constatarlo aquí), no sólo se refería sin cesar a «su estrella», sino que, además, se complacía en establecer comparaciones «astrológicas» que hoy nos dejan curiosamente perplejos: «¡Al infortunado, le compadezco! —escribe en 1791, entonces joven teniente de artillería desconocido—. Será la admiración y la envidia de sus semejantes y el más miserable de todos. Los hombres de genio son METEOROS destinados a arder para iluminar su siglo (3)», concluía hablando del hombre de genio en general y de sí mismo en particular.

Verdadero meteoro, su tragedia terrestre estaba, incontestablemente, en los astros. Ahorraremos al lector el desarrollo de la afirmación de la Tabla de Esmeralda que quiere que «lo que está en lo alto es como lo que está abajo», afirmación que recalca que el hombre (microcosmos) tiene su réplica (su correspondiente si se prefiere) en el sistema celeste (o macrocosmos).

Limitémonos a decir que, tres meses antes de su muerte, un nuevo cometa llamó la atención del Emperador, entonces cautivo de los ingleses en la isla de Santa Elena. Los primeros días de febrero de 1821, en efecto, apareció un cometa sobre esta isla. Hagamos observar que fue visible en ambos hemisferios, es decir, en todo el océano Atlántico, ruta suprema de Napoleón.

Este cometa, según el astrónomo Faye fue descubierto en París el 11 de enero y se ha hecho visible a simple vista en febrero, con una cola de 7° de longitud. Ha sido observado en Europa y, asimismo, del 21 de abril al 3 de mayo en Valparaíso.

Los cautivos de Santa Elena no dejaron de observarle a su vez, y hallamos rastro de este acontecimiento en el Diario del médico del Emperador, Anton Marchi. Con fecha 2 de abril de 1821, puede leerse de su puño y letra (4):

Llegué en medio de la turbación que este informe había causado a Napoleón. «¡Un cometa! —exclamó el Emperador, emocionado—. Fue el signo precursor de la muerte de César... Estoy acabado, todo me lo anuncia.»

El 5 de mayo, Napoleón expiraba, y el astrónomo Faye nos revela:

El día de la muerte de Napoleón, el cometa era visible aún con catalejo en la isla de Santa Elena, alejándose cada vez más de la Tierra...

Algunos días antes, impulsado por no se sabe qué voluntad que es otra cosa que un simple presentimiento, el Emperador había hecho anotar en el célebre Memorial de Sainte-Héléne: «Soy una parcela de la roca lanzada en el espacio (5).» El cadete que escribiera en su cuaderno de geografía de Brienne: Santa Elena, pequeña isla, tiene la sensación de haber sido lanzado a nuestro mundo como se tira una piedra. El escritor ruso que parece haberlo comprendido mejor es Dmitri Merezhkovski, pues escribe:

“En nuestro mundo, él no hace sino continuar la parábola infinita comenzada en otro mundo, desde donde ha sido lanzado, y cruza por nuestra esfera terrestre como un meteoro “(6)...

El Emperador siempre había sentido este lazo carnal y misterioso (zodiacal, dirían los astrólogos) que le unía a los astros y al Sol, pieza maestra de nuestra mecánica celeste. Numerosos filósofos, historiadores e investigadores han sentido igualmente este lazo misterioso. Nietzsche, cuyas visiones demenciales asustan nuestro pensamiento cartesiano, ha escrito: «Napoleón ha sido la última encarnación del dios-Sol, de Apolo», pero, más próximo a nosotros, un genio como Goethe se ha acercado a la verdad intuitiva: «La vida de Napoleón fue la vida de un semidiós. Es toda radiante», y podríamos añadirle el calificativo de SOLAR sin que esta frase perdiese su sentido mitológico. Muy al contrario, para un ocultista o un esoterista convencido, el carácter «solar» aclara gran número de puntos históricos incomprensibles sin ello. Pensamos en el famoso «contacto» que experimentaban los fieles, en el «magnetismo», en el aura magnífica que, todavía hoy, nos impiden sondear esta personalidad histórica y humana de dimensión cuasidivina. Aquí también, Dmitri Merezhkovski nos da una pista interesante:

“(...) ¿Qué ha hecho, pues, este pequeño teniente para despreciar así a los hombres? ¿Y qué quiere significar diciendo que todos los hombres son «la claridad de la Luna» y que sólo él es «la del Sol»? No lo sabemos, pero mejor que nadie quizá lo supiera aquel viejo granadero que, con veinte grados de frío, caminaba al lado del Emperador, en el Beresina: «¿Tienes frío?» «¿Yo, mi Emperador? No. ¡Cuando os veo, me dais calor!...»

Y el escritor místico ruso concluye:

“Sabe, siente que todo su cuerpo se está helando, que todos los hombres son fríos, «lunares», que únicamente el Emperador es caliente, «solar» (7).

Aquel viejo veterano ignoraba que su general en jefe, cuando apenas contaba diecisiete años de edad, escribió, pensando quizás en los hombres que más tarde tendría a su mando:

“Mi vida me pesa porque no siento ningún placer y todo es pena para mí. Me pesa, porque los hombres con quienes vivo y viviré probablemente siempre tienen costumbres tan alejadas de las mías como LA CLARIDAD DE LA LUNA DIFIERE DE LA DEL SOL “(8).

Hemos tenido ocasión de volver más extensamente sobre el aspecto simbólico y «polar» de los dos astros que son el Sol y la Luna. Recordemos que la Luna es el aspecto femenino y frío de la Naturaleza, mientras que el Sol representa el polo caliente y masculino. Esta dicotomía que encontramos en todo hombre y hasta en la divinidad, al decir de los teósofos, tiene numerosas prolongaciones en el campo intelectual e intuitivo. Si tomamos un ejemplo político contemporáneo de aquella época, la Convención y la Revolución francesa, fundamentadas en la RAZÓN, tienen un aspecto LUNAR para todo ocultista de buena fe y observador atento de los fenómenos cíclicos. Dominador de la hidra revolucionaria y de la razón «lunar», Napoleón siente en sí mismo un caos interior que se esfuerza en dominar:

“¡Ah, dos almas habitan en mi seno...! Dos almas, dos conciencias: una diurna, despierta, superficial y otra nocturna, dormida, profunda...

La segunda se mueve según las leyes de una lógica ignorada por nosotros, en los resentimientos, las visiones, las intuiciones, y da a la civilización un aspecto viviente, orgánico o, como habrían dicho los antiguos, MÁGICO” (9).

«He llevado el mundo a cuestas», confiaba en su Memorial (III, página 514) y tal vez sea en verdad gracias a su magia que Europa ha vivido tanto tiempo de su herencia. Quizás es gracias a ella que el Ejército entero no era sino un solo cuerpo, una sola alma en sus manos:

“El sultán francés es un brujo que tiene a sus soldados atados con una gruesa cuerda blanca y, según tire de un lado o de otro, ellos van a la derecha o a la izquierda, moviéndose aunados “(10).

Éste es el juicio que emitían los mamelucos egipcios al día siguiente de la victoria de las Pirámides. Esta «cuerda blanca», es el poder mágico del VERBO: de Tebas a Moscú, Napoleón, último héroe solar de su época, recorrió también el camino del Sol que va de Oriente a Occidente antes de prolongar su carrera en el Océano como para volver a encontrar su elemento primero. Nació en una isla, luchó toda su vida contra una isla, fue deportado a otra y murió en Santa Elena... Santa Elena... pequeña isla del Atlántico austral.

Es un mago, director de teatro de obras gigantescas en las que nos preguntamos si el héroe es un «charlatán», un «semidiós» o un «iniciado». Una personalidad así no admite la crítica, tan por encima está del juicio humano. Se permite firmar el libro de los visitantes del monasterio del monte Sinaí, cuando la campaña de Egipto, y su nombre viene con toda naturalidad después del de Abraham. Representa un papel y no se despierta sino antes de comparecer ante su creador. Se niega a tomar remedios y su fatalismo reaparece en su lecho de muerte, pues si su obra está vuelta hacia el porvenir, el personaje, en cuanto a él, está vuelto hacia el pasado. «Lo que está escrito, escrito está», declaró en Santa Elena, acercándose con ello a los pensamientos del gran Hermes.

En vísperas de la campaña de Rusia, a su tío, el cardenal primado de las Galias, Fesch, que le amonestaba echándole en cara el atacar a Dios, Napoleón contestó llevándolo hacia la ventana del palacio de Fontainebleau donde el cielo de una tarde de diciembre tornaba pálida la bóveda celeste:
—Mirad allá arriba, ¿veis algo?

—No, no veo nada, le respondió Fesch.

—Pues bien, sabed callar. Yo veo mi estrella: ella es quien guía (11).

Su tío le miró y no comprendió que la gran estrella de que hablaba su sobrino, en pleno día, sólo podía ser el Sol. Y no podemos menos que hacer nuestras las últimas palabras que el escritor místico y teósofo Merezhkovski(12), consagraba a su «dios»:

Napoleón es el último héroe del Occidente.

¡Llegados al Occidente del Sol,
percibiendo la luz de la noche
celebramos al Padre, al Hijo y al Espíritu-Dios.

cantaban los cristianos de los primeros siglos. Nosotros ya no celebramos a nadie, contemplando la luz vespertina del Occidente que aureola con un nimbo de gloria a nuestro último héroe. La luz de la noche está detrás de él. He aquí por qué su rostro es tan oscuro, tan invisible, tan desconocido por nosotros, y por qué, a medida que la luz se extingue, se torna cada vez más oscuro, cada vez más desconocido. Pero quizá no sea en vano que esté vuelto hacia el Oriente (su posición en el sarcófago de los Inválidos...). El Sol naciente lo iluminará con su primer rayo y entonces lo veremos y lo conoceremos (13).

La vía solar

Ha habido que esperar la publicación de los Manuscritos inéditos del gran hombre para encontrar la influencia de los mitos solares que lo poseyeron, muy joven aún, y que él transcribió en Brienne y en Auxonne, su segunda ciudad de guarnición. El inconsciente mítico que se albergaba en él nos lo hace compartir en su original narración que se podría titular: «La Gorgona»...

En este manuscrito, que se refiere a la «vendetta colectiva» del pueblo corso contra su conquistador, el pueblo francés, Bonaparte exhala su odio contra los opresores de su país y no escatima elogios a aquellos que más tarde habían de ser sus peores enemigos, los ingleses, entonces fieles sostenedores de la causa corsa en el Mediterráneo. Pero veamos cuál es el argumento de este relato salido enfebrecido de la imaginación delirante del joven corso exilado lejos de su tierra natal.

El que explica esta aventura es súbdito de Su Majestad británica, embarcado en Liorna para dirigirse a España. Nuestro héroe se ve obligado a arribar en una pequeña isla, no lejos de Córcega, isla totalmente inhóspita y batida por los furores del mar Tirreno. Planta su tienda y se duerme sin aprensión, tanto le ha seducido la majestuosa soledad del paraje... Y de golpe, se produce el drama. Su tienda se inflama mientras que una voz profética le grita a los oídos: «¡Desdichado! ¡Perecerás!» Despierta sobresaltado y bastante asustado (¡no era para menos!) nuestro inglés logra ponerse a duras penas fuera del alcance del siniestro y se entera, con sorpresa, de que la isla está habitada por una pareja de corsos huidos de su continente: un anciano y su única hija. Saliendo en su búsqueda, acaba por descubrirlos con ayuda de su tripulación y se entera del nombre de la isla donde han desembarcado. Es la isla de la Gorgona, isla del archipiélago toscano al norte del cabo Córcega. Al enterarse de que es inglés, el anciano le recibe como huésped y disculpa a su hija que lo ha tomado por francés. Entramos entonces, siguiendo al esoterista Bonaparte, en un mundo de sacrificios solares.

El anciano había combatido, durante largos años, a los conquistadores de su país: genoveses, austríacos y franceses. Cuando éstos hubieron aplastado a los corsos de Ponte-Nuovo, abandonó la isla y se refugió en la Gorgona donde su hija menor fue a reunírsele. Exterminada toda su familia, resolvió continuar su guerrilla y mató a todos los supervivientes de los numerosos navios franceses que naufragaban en los arrecifes de la isla: «Cuando sus barcos se estrellan contra las rocas de la isla, después de haberles socorrido como hombres, los matamos como franceses...»

Refugiados en un monasterio abandonado, alimentándose de bellotas y pescado, el irascible anciano prosigue su terrible venganza hasta el día en que se produce un suceso imprevisible:

“El año pasado, uno de los barcos que cubren la línea de la isla de Córcega a Francia encalló aquí. Los gritos espantosos de aquellos desgraciados me conmovieron... Encendí, pues, una hoguera hacia el sitio donde podían abordar y, por este medio, les salvé... Me reconocieron como corso y pretendieron llevarme con ellos... Hicieron más, me encadenaron... Iba a expiar con suplicios mi enojosa blandura... Mis antepasados irritados se vengaban de que hubiese traicionado la venganza debida a sus manes. No obstante, el cielo, que conocía mi arrepentimiento, me salvó. El barco estuvo inmovilizado siete días. Al cabo de este plazo, carecieron de agua. Era menester saber de dónde sacarla. Tuvieron que prometerme la libertad. Me desataron. Aproveché aquel momento y hundí el estilete de la venganza en el corazón de dos de aquellos pérfidos. Vi por primera vez, entonces, al astro de la Naturaleza (se trata del Sol). ¡Qué brillante me pareció su esplendor! Mientras tanto, mi hija estaba a bordo, agarrotada... Me puse el uniforme de uno de los soldados que había matado, y armado de dos pistolas que llevaba él, de su sable y de mis cuatro estiletes, me presenté en el barco. El patrón y un grumete fueron los primeros que sintieron el hierro de mi indignación. Los otros cayeron igualmente al golpe de mi furor... Arrastramos sus cuerpos hasta el pie de nuestro altar y allí los consumimos. Aquel nuevo incienso pareció ser favorable a la divinidad”(14).

Tal como justamente observa Merezhkovski:

“¿Nuevo incienso? No, muy antiguo, tínicamente las rocas primitivas de la Gorgona recuerdan aún los tiempos en que se hacían sacrificios humanos a Moloch, a Baal, a Samas y a los demás dioses soles, más antiguos aún de una Antigüedad quizás antediluviana (15). Es este sacrificio sangriento que mancilla el altar cristiano (de la capilla abandonada) donde en tiempos se celebraba el sacrificio puro de la sangre. El viejo corso de la historia no ve al Sol: «Las desgracias que envenenaron mis días me han devuelto la claridad del Sol importuna. No luce jamás para mí...» Vive en las tinieblas hasta que hunde el cuchillo, como el sacerdote de Moloch, en el corazón de la víctima humana. Tan sólo entonces resplandece el Sol de nuevo a sus ojos...”

Merezhkovski añade:

“Es de sobra evidente que un hombre cuya alma atraviesan semejantes pensamientos, semejantes bloques inflamados, como meteoros en la noche, no es ni corso, ni italiano, ni francés, ni europeo, ni siquiera un hombre de nuestra historia, ni quizá de nuestro eón cósmico. Criatura de otros siglos, «solar», se asfixia en este siglo «lunar», donde el Sol envejecido es pálido como la Luna. Nos aplasta involuntariamente con su pesada enormidad, como un monstruo antediluviano”(15).

Esta VIA SOLAR de la que habla Merezhkovski, Bonaparte había de esperarla ocho años aún, antes de redescubrirla, en el jardín de las Tullerías, mientras su mirada estaba fija en un cartel así concebido:

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Sin que lo sospechara, el ocultismo acababa de llamarle y se disponía a revelarle la prodigiosa aventura cuyo héroe iba a ser. Oficial sin destino y, por tanto, libre de todo compromiso, Napoleón se dirigió sin tardanza hacia la calle de la Estrapade…
El oráculo del destino
La calle de la Estrapade estaba situada en la meseta de la montaña Sainte-Geneviéve y, después de localizarla, Bonaparte se dirigió hacia el n.° 13 y se puso a subir las escaleras. Se detuvo a resollar, pues la ascensión, en el quinto piso, no parecía terminada. Una escala de molinero conducía más arriba aún, a una especie de altillo... Una vez hubo trepado por ella, se puso a golpear con fuerza la puerta de la zahúrda. Era el miércoles 12 de agosto de 1795...

Un ser indescriptible acudió a abrirle:

Desde hacía tres años que estaba encaramado, como una cigüeña antigua, entre las chimeneas de la calle de la Estrapade, el padre Bonaventure no había trabado amistad con nadie... El estudio, siempre el estudio, era su ocupación favorita y no hacía otra cosa... Y hubiera sido inútil tratar de saber cuál era su profesión de antaño y sus recursos de hogaño (17).

A la vista de aquella aparición, el visitante se preguntó qué podía hacer, y sobre todo qué había ido a buscar en casa de aquella ruina humana. La conversación se entabló, no obstante, y el anciano (tenía setenta y seis años) se puso, para inspirarle confianza, a contarle su vida, verdadera novela de aventuras.

Nacido en 1720 abrazó la carrera eclesiástica y fue nombrado, bajo el reinado de Luis XV, por bula especial del Papa, de la abadía de la Trapa, al cargo de prior de la abadía de Lagny en 1763. Iniciado muy pronto en los arcanos de la cabala, creía en el juicio sin apelación de las doce casas solares en el Zodíaco hermético. El hombre estaba llamado a crear en sí mismo la imagen de Dios y a divinizarse gradualmente. Habiendo dado muy pronto con unos documentos mágicos y, sobre todo, con un pequeño opúsculo titulado TAROT, O UN ORÁCULO SAMARITANO, redactado por algunos levitas judíos, escapados al cautiverio de Babilonia, y por ende herederos de los antiguos secretos de los magos caldeos, el padre Bonaventure se encontró poseedor del supremo conocimiento. Empezó sacando horóscopos para las personalidades descollantes de la Corte y ello con el mayor éxito. Desgraciadamente para él, las habladurías indiscretas del obispo de Senlis despertaron contra el prior de Lagny la cólera de Madame du Barry, pese a la cual, dom Bonaventure Guyon, pues éste era su nombre verdadero, intentaba prevenir al rey.

La jerarquía eclesiástica encargó a Monseñor de Rohan que indagara acerca de aquel misterioso prior de la orden benedictina. El cardenal vio todo el partido que podía sacar de la situación y sobre todo de los dones de adivinación y de interpretación del curioso personaje (18). Le preguntó, pues, cuál sería, a su juicio, la marcha de la realeza en el año en curso.

Como en 1774, aquellas predicciones se realizaron. Luis XV murió y Monseñor de Rohan se convirtió en primer capellán del rey. Su Eminencia volvió a consultar al mago sobre el porvenir del nuevo reinado al que había ligado su destino. Lo menos que pueda decirse es que el porvenir del nuevo reinado no era de color de rosa.

«El Rey se guarde de ser ejecutado por sentencia judicial antes de   cuarenta años.»

—Pero —se indignó el primer capellán— a los soberanos no se les condena a muerte.

—Acordaos de Carlos Estuardo. Por lo demás, Monseñor, he aquí el horóscopo de Monseñor el Delfín tal como lo establecí el año después de vuestra visita. Y, punto por punto, dom Guyon explicó al prelado el principio del horóscopo según las reglas inmutables de las matemáticas celestes cuyo mecanismo consintió en descubrirle.

Aterrado, el cardenal de Rohan preguntó:

—Pero, ¿cómo podrá el rey escapar a ese horroroso destino?

—Vamos a intentar, por otro procedimiento, comprobar el siniestro presagio: ¿Queréis, Monseñor, escribir en esta hoja de papel los nombres y calificativos de Su Majestad?

El cardenal escribió:

LUIS XVI AUGUSTO, DUQUE DE BERRY, REY DE FRANCIA Y DE NAVARRA.

El prior contempló este texto y luego, tachando las letras, las transcribió debajo y en un orden diferente. Contempló su obra y, poniéndola ante los ojos del cardenal, dijo:

—Mirad estas letras, Monseñor, traducen en sí mismas el destino del príncipe. DE LUIS XVI AFLIGIRÁ Y DECIDIRÁ DE FUNESTO AUGURIO.

Lo cual quiere decir que el número 16 indica su suerte, y XVI es el arcano del TAROT que se expresa por TORRE DECAPITADA. Pero quedan cuatro letras sin emplear, las traduzco:

PUES CONDENA BORBÓN REY

Algunos de nuestros padres preferían emplear el latín, más conciso, para esas letras aisladas..., pero no me atrevo...

—Hablad, os lo conjuro.

—Damnati capite belli reus (Condenado a tener la cabeza cortada por cosa de guerra). ¿Es menester traducíroslo?

—Pero, ¿cómo salvar al rey?

—Convenciéndole de que abdique. El presagio concierne más a Luis XVI que al hombre.

—¡Estáis loco!

—Puesto que me habláis así, admitid que dé esta entrevista por terminada.

—Replicó secamente el prior.

—¿Sabéis qué acusaciones pesaron el año pasado sobre vos, señor prior? ¿Queréis que se añada la de conspirar contra el rey?

—No tengo nada que añadir, Monseñor, estamos en manos de Dios.

Temed más bien por vos que os negáis a escuchar sus juicios... Vuestro destino está en juego (19)...

Furioso, el cardenal de Rohan volvió a su carruaje... Unos días más tarde, un oficial de la casa del rey, provisto de una carta cerrada con el sello real, acudía a detener a dom Guyon para conducirlo a la Bastilla donde, durante quince largos años, tuvo ocasión de meditar sobre el peligro de advertir a los poderosos de la Tierra de los golpes que les depara el destino (20).

«Herméticamente» emparedado en la torre de la Bertaudiére, el prior de los benedictinos de Saint-Pierre de Lagny pudo prever, con quince años de antelación sobre los acontecimientos, el feliz desenlace de aquella primera aventura. El 14 de julio de 1789, en efecto, él fue uno de los siete presos de la Bastilla liberado por la revuelta que se iniciaba y paseado triunfalmente por las calles de París.

Desgraciadamente para él, la Constitución del año III, y antes de él la Revolución francesa, había suprimido las órdenes monásticas y confiscado los bienes del clero y dom Bonaventure Guyon se vio reducido a la miseria. Sólo le quedaba poner a contribución su talento de adivino al alcance del pueblo mismo. Cabe creer que la ambición es proporcional a la situación social ocupada, pues los clientes fueron raros y la posición financiera de nuestro eremita no tardó mucho en volverse crítica. Fue aquel momento el que escogió Bonaparte para visitarle, por lo sombrío que se le antojaba su porvenir. El joven general, confiando en el relato de las aventuras del ex prior, aceptó el juego, pero dejemos que Christian, bibliotecario de Napoleón y ocultista de talento, nos cuente aquella consulta:

«—Así que os llamáis Napoleón Bonaparte, nada más. ¿Cuál es vuestro país?

»—La isla de Córcega.

»—¿Sois italiano?

»—¡En absoluto...! ¡Soy francés, Monsieur de Lagny, completamente francés!

»—Sin duda, sin duda, desde 1768... Pero ello no os impide en absoluto tener una fisonomía romana, Monsieur Bonaparte. No soy nada ignaro en Historia universal, y el nombre que lleváis es de alto origen patricio. Es ésta una posibilidad de estado que la astrología no puede descuidar. Pero, en primer lugar, vuestros nombres son italianos, diría incluso casi latinos, pues el italiano, como el francés, no es más que latín transformado... NAPOLEO BONA PARTE FRUITUR ("Napoleón se hace con la buena parte", la parte del león). ¿Qué le parece? Ese nombre de Bonaparte, en su vieja etimología, BONA PARTE, es casi un horóscopo... Tome usted esta hoja, contiene las letras de nuestro alfabeto con los números que les corresponden... Calculad vos mismo NAPOLEÓN y BONAPARTE...»

Éste se sacó un lápiz del bolsillo y operó sobre el dorso de una página del famoso manuscrito del padre Guyon.
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—Maravillosamente, Monsieur Bonaparte —prosiguió el ex benedictino—.
Nacisteis en 1769, y sabéis que el 15 de agosto corresponde, en el calendario tebaico, al 23° de Leo. Formemos la escala de esos números misteriosos. 1769, año de nacimiento; + 5, número de Leo; + 2 + 3, signos generadores del 23, número del grado; + 1 + 3 + 5, generadores de 135 —NAPOLEO— + 1 + 7 + 8, generadores de 178 (BONAPARTE), = 1804 (21).

—¡1804! —exclamó Bonaparte—. Pregunto, como Monsieur de Rohan, ¿qué significa eso?